En algún momento de mi viaje de retorno sentado en una guagua hacia Arroyo Arenas descubrí placer en mí.
Observé que siempre que finalizaba alguna fiesta, descarga o varios días de estar lejos de mi casa, era víctima de un sentimiento de añoranza.
Cada bache de mi cuadra, rampita que saltaba, fosa rota o casa, para mi tenía el mismo valor o sentimiento entrañable con el que se saluda a los amigos del barrio o a algún familiar cercano.
Cada vez me agradaba acercarme más y más al lugar donde vivía. Y a medida que lo hacía, crecía en mí la relajación. Iba apoderándose de mí el placer de descansar de bajar la guardia de respirar profundo de estar lejos de la calle, cuya chispa había sacado y ya me desbordaba, como dice Amaury D` Omni: “la calle es un animal”.
Me encantaba llegar entonces y ver a mi mamá abuelo hermanito, ese cariño que tenían para dar me despertaban la prefecta sensación de un nido propio, mi dulce hogar.
Pero por alguna razón cuando te conocí ese sentimiento empezó a cambiar.
Como pichón que aprende a volar cada vez podía estar más y más alejado de mi casa.
Y cuando te miraba, algo cambiaba en mí.
No era que había olvidado a los míos sino que me iba haciendo independiente y mi cabeza pensaba libre. O mejor, cuando estaba a tu lado podía sentir ese mismo sentimiento de descanso que mi hogar me despertaba.
Me di cuenta que tú me enseñabas a mover mis alas con tu mirada.
Fueron tus manos abrazo cuerpo mi otra casa de descanso y placer. Una casa bien nuestra que creció todavía más cuando apareció aquella perra pequinesa negra, remember... se hizo más funny la vivienda, ¿eh? Agradable convivencia.
Pero como los cuentos reales no terminan felices, pasado un tiempo me quedé solo alon-trolado del mar, con la puerta cerrada. A veces tocan, ni siquiera tan fuerte, y corro al encuentro sabiendo que es alguien más. Nunca abro, creo que nunca abriré.
Temo que entre la lluvia el sol los amaneceres, pudran mi puerta y cualquiera pase sin tocar.
El Sexto
un día de marzo,
año doce
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